martes, 4 de noviembre de 2008

El negrito de Harvard

Carlos Peña
Domingo 31 de Agosto de 2008

Han pasado apenas cuarenta y cinco años -muchos que viven lo vieron- desde que Martin Luther King dio su famoso discurso; sólo cincuenta y tres desde que Rosa Park fue enjuiciada por negarse a ceder su asiento del autobús a un hombre blanco; casi ese lapso desde que en Little Rock un grupo de niños negros debió hacerse acompañar por el ejército para poder ingresar a una escuela hasta entonces reservada sólo a blancos; y aproximadamente ese mismo tiempo desde que la Corte ordenó a los buses que iban hacia el sur acabar con la segregación.
En el mismo país donde apenas cincuenta años atrás ocurría todo eso, Barak Obama -perfectamente él pudo ser uno de esos niños que entonces entraba a la escuela de blancos en medio de escupitajos y de pullas- acaba de dar en Denver su discurso de aceptación como candidato a la Presidencia de los Estados Unidos.
Virtudes le sobran. Es carismático, hechiza a las audiencias con frases que parecen proverbios, usa un tono levemente sincopado y, como ocurre con casi todos los liderazgos carismáticos, tiene algo de religioso. "A años de ahora, ustedes podrán mirar hacia atrás con orgullo y decir que éste fue el momento, el momento en que todo comenzó" -dijo a sus seguidores cuando lanzó su candidatura.
La mezcla justa entre sencillez y aura, promesa y proyecto, evento político y sensación de epifanía.
Pero no es eso lo más relevante.
Lo más relevante no es Obama sino la sociedad que, con todos sus problemas y todas sus contradicciones, con su tedio provinciano y su violencia imperial, su religiosidad y su consumo, sus Mickeys y sus Momas, sus intelectuales de campus y sus políticos de cuartel, sus abortos y sus grupos provida, su debido proceso y su Guantánamo, su puritanismo y su desenfreno, sus grandes ciudades y sus moteles de paso, su social security y su sálvese quién pueda, lo hizo posible. Porque Obama, este hijo de padre keniano y madre de Kansas es, a fin de cuentas, una muestra del dinamismo de un país que, sin asaltos utópicos y casi sin ofensivas ideológicas, ha logrado transitar en apenas cincuenta años desde la segregación (separados, pero iguales) a la integración del espacio público (juntos, aunque distintos).
Justo lo contrario de nosotros: endogámicos, con alta tolerancia a la discriminación, convencidos de una homogeneidad que, según salta a la vista, no existe. En una palabra: un ejemplo.
Sin embargo, durante mucho tiempo los grupos ilustrados de Latinoamérica -esos que padecen la seducción de la alta cultura europea- han pensado que la forma de vida americana se parece un poco a la barbarie y está presa del automatismo de la técnica (según rezaba un eslogan conservador tomado de Heidegger) o de la alienación producto del consumo (como repetían los grupos de izquierda que habían leído a Marcuse). Y entonces han mirado a los americanos por encima del hombro como una cultura de nuevos ricos, una tierra de paletos.
Pero quizás ese rechazo a la especulación y al argumento de autoridad que muestran los norteamericanos sea precisamente la fuente de sus virtudes.
"No hay país donde se cuide menos de la filosofía que en los Estados Unidos", observó Tocqueville. Lo que ocurre, agregó, es que como todos son más o menos iguales, cada uno confía en su propia opinión, al extremo que incluso la religión es electiva. Por eso William James solía decir a sus alumnos -sin ninguna soberbia- que la primera clase de psicología a la que él había asistido era la que él mismo había dictado por vez primera en Harvard. Y eso mismo es lo que permite explicar que mientras Freud era considerado un charlatán peligroso en Viena, una universidad americana le confería el doctorado honoris causa y lo invitaba a dictar conferencias (James fue uno de los oyentes).
Por supuesto sería necio creer -haciendo pie en el ejemplo de Obama- que los Estados Unidos es una tierra casi sin fricciones donde los recursos y las oportunidades se distribuyen, sin excepción, en base al mérito. Por el contrario, Estados Unidos es desigual, a veces fundamentalista, en otras violento, en ocasiones desolado. Pero de todas las sociedades, ella parece ser la menos anclada al pasado, la que mejor cultiva y expande los ideales de autorrealización, la que está más alerta cuando se los pone en peligro y la que los persigue con mayor ahínco y con menos sobresaltos.
Quizá eso es lo que permite explicar que mientras hace cincuenta años los niños negros entraban acompañados del ejército y en medio de escupitajos y de empujones a la escuela integrada de Little Rock, apenas anteayer un negro que pudo contarse entre esos mismos niños y que cursó derecho en Harvard, fue capaz de hechizar a las audiencias, ganar la nominación demócrata y estar ahora mismo en camino de convertirse en el próximo Presidente de los Estados Unidos.